
Bruselas, Cáctus Pink, 2021, Quito.
Alfredo Noriega
Si no fuera porque sus libros están dominados por un extraño humor negro, se podría decir que Noriega escribe una literatura elegiaca. Triste sin remedio. A veces, cuando los personajes terminan por adoptar y adaptar, siempre que lo consigan, una vida medianamente burguesa, medianamente acomodada, uno podría creer que Noriega ha renunciado a su pesimismo. Pero aun así vuelven a emerger, por algún lado, las contradicciones. La traición o el crimen brutal o la certeza del desamparo.
Podríamos contrastar dos de estos cuentos para ilustrar lo mencionado arriba. Por ejemplo, en “Henry Black”, los personajes son dos muchachos que literalmente están a punto de morirse de hambre. Su madre ha muerto y no tienen ni para comprar en la tienda. Mientras que en “El Túnel” el personaje es un activista profesional que se codea con la gauche divine de Bruselas, con políticos, periodistas, ecologistas y con sus adversarios, los abogados y lobbistas de las transnacionales. Claro, la frontera entre los dos grupos, podríamos decir, entre izquierda y derecha, no es del todo clara. ¿Qué pueden compartir estos personajes ubicados en los extremos sociales, si los primeros se hunden prácticamente en la miseria y la desolación y los segundos llevan una vida relativamente cómoda, acaso feliz?
Noriega, en la presentación que hiciera en Quito el viernes pasado, contaba que a su hijo la policía de Barcelona lo molió a golpes por graffitear una pared en Navidad. Por ahí es por donde podemos advertir que la mirada del escritor adquiere su importancia, digamos su filo. Mientras que el médico legista, Fernández, de la trilogía escrita por Noriega durante las dos primeras décadas del S. XXI enfrentaba cotidianamente el vértigo de la muerte, la traición, la mentira, y toda la mierda que va a parar a la morgue, los personajes que aparecen en estos cuentos invocan conflictos menos brutales, pero no menos sórdidos. El activista de “El túnel” va a tener un hijo con una funcionaria europea de origen alemán. Pero mientras lo espera, traiciona a su mujer con una sudamericana, con una quiteña como él. Los muertos de hambre de “Henry Black” terminan por salir de Quito rumbo a Bruselas, y allí la chica belga que espera un hijo de uno de ellos los abandona para siempre, dejándoles con el bebé.
La historia de los policías xenófobos –que le pegan a un graffitero y luego a un sudamericano, en el cuento “Ecuador”- mientras crece el poder de la extrema derecha en Europa es comparable a la tragedia que vive aquella ecuatoriana que no soporta vivir más con un hombre que la trata como una cosa, que la violenta y abusa de ella, en “La Mancha humana”. El final de los dos relatos es el asesinato. En “Ecuador” el cuento acaba así: “La mujer, en cambio, empezó a debatirse como una fiera. Los agentes la rodearon, el forcejeo fue perdiendo intensidad. De pronto hubo silencio. Enseguida, nuevamente los agentes se crisparon. Uno empezó a darle un mensaje cardiaco, otro a hacerle un boca a boca”. En “La mancha humana”, en cambio, tenemos el siguiente final: “Amanda se enamoró de un fulano que a los seis meses la mató a ella y a Pedrito”.
Los dos cuentos son formas de aproximación al horror. Pero a una forma de horror que sólo podemos apreciar en términos cómicos. En “Ecuador”, el sudamericano se cree capaz de enfrentarse a los policías, de hacerse el gallito, como decimos por acá: el resultado es que lo golpean y lo deportan. Allí, en el avión de los deportados, es testigo del asesinato citado arriba. La comicidad -¿involuntaria o voluntaria?- de “La mancha humana” proviene de que al inicio se describe la vida de Amanda, Pedrito y Koen como amorosa, como un ensayo de felicidad, pero resulta que no era así. Sin embargo, Amanda huye de ese agujero para encontrar la muerte. Es decir, cuando creía escapar lo que estaba haciendo era buscarse algo peor. Lo peor. Noriega lo señaló en su presentación: nuestro carácter, la puta sal quiteña, es horriblemente risueña. Tragicómica. Claro, uno debería sentirse, y al mismo tiempo, no sentirse ofendido cuando le hacen una broma con la “típica sal quiteña”. Ya se sabe, el humor nos ayuda a aguantar la neurosis, como decía Freud.
Me propongo escribir algo más extenso sobre la obra de Alfredo Noriega. Creo que sin alentar un falso cosmopolitismo –como el de algunos escritores del barrio- sin hacerse el ecuatorianista, como otros, su fidelidad a la imaginación y a la literatura lo convierte en una voz tremendamente original. Cuando el editor de Cactus Pink, Santiago Peña, le pregunta sobre ese cuento en el que aparece Alfredo Noriega, el escritor responde que en la literatura todo está permitido. Incluso ponerle Alfredo Noriega a un escritor.